Me gustan las pelis que
proceden de obras de teatro. Hay críticos que se obsesionan con la necesidad de
adaptar el texto original al medio cinematográfico, y parecen cronometrar los
minutos que los personajes pasan simplemente hablando, sin cambiar de
escenario. Dicen que el cine es imagen y no palabra, y que el exceso de verborrea
lastra una película. Aun reconociendo que hay casos de todo tipo, la monomanía
con la que se diseccionan las cintas de origen teatral me hace imaginarme
a estos críticos como contables que consideran imprescindible alcanzar un
mínimo aceptable de localizaciones por hora, como si con ello fueran a decidir
si tu nómina da para crédito o no. Para cumplir con la tasa de minutos
estimada, lo directores suelen recurrir a -no es broma- “airear”, concepto
consistente en -valga como ejemplo- trasladar una escena teatral que sucede en
la cocina a una pradera bajo el cielo azul. En lugar de dejar que los
personajes se expresen hablando acerca
del conflicto sobre la maternidad y las ansias de libertad frustradas que les atormentan –es, de nuevo, un ejemplo-, el guionista presentará a la muchacha
ordeñando una vaca con una mano mientras con la otra toca una guitarra, inéditas
y sutiles metáforas visuales del trance en cuestión. Personalmente, lo de “airear”
me recuerda a algo a caballo entre la ventosidad y la indiscreción, y, en
cualquier caso, lo considero casi siempre innecesario. El origen teatral no
garantiza el éxito de la adaptación, claro, pero me inclino a pensar que los
guiones inspirados en textos dramáticos han dado lugar a excelentes películas
en su mayor parte; al menos, a muchas de mis preferidas. Son idóneas para crear
ambientes patológicos y claustrofóbicos, como en La huella (Sleuth, Mankiewicz, 1972) o
Sola en la oscuridad (Wait until dark, Young, 1967); de penetración
psicológica, como en Luz que agoniza (Gaslight, Cukor, 1944) o La soga (The rope, Hitchcock, 1948); de enredo, como Historias de Filadelfia (The Philadelphia story, Cukor, 1940); por no hablar
de todas las adaptaciones de Tennessee Williams (mi preferida, tal vez, De repente, el último verano, - Suddenly, last summer, Mankiewicz, 1959-), o de
Shakespeare.
La muerte de vacaciones (Death
takes a holiday, Mitchell Leisen, 1934) procede de una obra de teatro y,
sí, ¿qué pasa?, se nota; lejos de parecerme un defecto, lo considero un
importante acierto.
Los personajes se
encuentran atrapados en una espléndida villa italiana (¿no recuerda eso un poco
a El ángel exterminador? ¿O al Decamerón?) mientras la Muerte ha
decidido permanecer entre ellos disfrazada de príncipe por tres días para
entender el sentido de la vida. La reclusión transcurre entre
desayunos-buffet en la terraza, bailes
de gala a la luz de la luna (ahí tenemos el “aireamiento”) y apuestas en la
ruleta; así cualquiera entiende el sentido de la vida. Sin embargo, la impresión es morbosa: nos sentimos como si los personajes
hubieran sido encerrados en cuarentena y la muerte los rondara (nunca más literalmente
que aquí). Ese secuestro al que se ven sometidos no podría reflejarse mejor que
con la omnipresencia del espacio de la villa y sus estatuas decadentes como
metáfora de la pequeñez de los seres humanos y la indiferencia del tiempo. La restricción
espacial juega aquí a favor de la trama (sonríe, Aristóteles).
... pero esa sutil desubicación de la
película la cubre de una pátina que parece reafirmar la extrañeza de la Muerte en
el mundo de los vivos, así como la de los vivos ante las extravagancias de su
invitado.
Como veis, todo me parecen
aciertos… y no es el menor de ellos que el argumento se pueda relacionar con
una ópera. La idea de la mujer que mediante su fidelidad eterna y pureza redime
a un protagonista patibulario, o, como mínimo, siniestro, está en la base de
una de mis óperas preferidas, El holandés
errante (Der fliegende Holländer, Wagner, 1843). El personaje de Venable, Grazia, y
la del libreto alemán, Senta, son prácticamente idénticas: tienen un enamorado que no les hace del todo
tilín al que están a punto de darle un sí apático cuando aparece un joven apuesto pero terrorífico (nadie es perfecto) que colma
sus expectativas románticas, hasta el punto de entregarles su vida como
sacrificio.
En definitiva, ambas son novias de la muerte. Aquí tenemos la versión hispánica:
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La muerte de vacaciones (Death takes a holiday). 1934. Mitchell Leisen (dir.). Frederic March, Evelyn Venable, Guy Standing, Katharine Alexander, Gail Patrick, Helen Westley, Kathleen Howard (actores).