martes, 26 de marzo de 2013

Barbara, de buena.


Cuantas más películas veo de Mitchell Leisen (EEUU, 1898-1972), más me convenzo de que es uno de los grandes. Bastaría para afirmarlo con Si no amaneciera (Hold Back the Dawn, 1941) o La vida íntima de Julia Norris (To each his own, 1946), pero hay quien, como nuestro amigo J.B., le atribuiría el mérito a Billy Wilder, que ejerce de guionista en la primera, o, -y esto es más personal-, a los encantadores dientes torcidos de Olivia de Havilland. Bueno, ni el uno ni los otros participan en Mentira latente (No man of her own, 1950) y, tanto yo misma como, si eso no os resulta definitivo, El Corte Inglés, la consideramos un “imprescindible”.
Nos gusta más esta colección que a un tonto un lápiz

El arranque de la peli a mí me recuerda a Rebeca (Hitchcock, 1940), por la voz femenina en off y esa cámara que parece flotar oníricamente y que recorre los espacios para acabar en un flash-back. Por cierto, qué timbre tan seductor tiene la Stanwyck; eso no os parecerá nuevo. Ahora bien, creo que es la primera vez en que la veo cambiar el rol de dominatrix por el de atormentada víctima. Al final, como si alguien hubiera pensado: “Seamos serios… ¡es Barbara!”, saca la pistola y se le pasa por la cabeza atentar contra el quinto mandamiento, aunque sólo por celo extremo al tercero (un poco sui generis-mente) y como por lavarse de la impureza de haber infringido el cuarto. En cualquier caso, si habéis tenido que consultar la Wikipedia para recordar la numeración de lo recogido en las Tablas de la Ley y entender lo anterior, os sugiero que tratéis de desquitaros localizando las diferencias entre la Stanwyck de la primera parte de la peli y la Ingrid “Caralavada” Bergman de la etapa Rossellini:


¡Barbara con cara de buena!
¡Ingrid con cara de mala!

Otro punto memorable de Mentira latente son las escaleras. Reconozco mi debilidad por este elemento del decorado, y, con ello, me congratulo de mi buen gusto/inestabilidad mental, al coincidir con Hitchcock, para quien, al parecer, resultaban fascinantes. Hay un catálogo surtidísimo de escaleras en esta película, en una gama que oscila de lo más sórdido (las del piso neoyorkino de Lyle Bettger) a lo más burgués (las que baja Barbara para poner el árbol de Navidad luciendo en brazos a su hijito bastardo… y no, no me refiero al del Belén, que estos son protestantes y, por tanto, iconoclastas). Las mejores, sin embargo, son las que sube John Lund para deshacerse del cadáver de su ¿cuñado? en las vías del tren: varios tramos de peldaños metálicos y, a contraluz, el apuesto Sigfrido de bigotón teutónico lleva a cuestas los despojos del nibelungo chantajista, mientras el silbido del ferrocarril se oye a lo lejos y vemos el humo de la locomotora, señal de que hay que darse prisa en quitarse el muerto de encima (literalmente). Último tramo de escaleras, el héroe desaparece entre el humo y lanza el cuerpo, que cae como un fantoche. Un verdadero ascenso a los infiernos, genial por realización y fotografía. ¡No os lo perdáis!

Por cierto, como digresión y para acabar, qué cara más dulce tiene Phyllis Thaxter. Estos días me la he tropezado también en El honor del capitán Lex (Springfield rifle, André DeToth, 1952), ya es casualidad.












En sus comienzos trabajó para la MGM y, luego dirán de las tiranías de Louis B. Mayer, pero el hecho de que ni siquiera le hiciera cambiarse lo de Phyllis por otra cosa con más gancho revela que también él, como la gente del pueblo, tenía su corazoncito. ¿Quién sabe? Quizá por eso la matan en un tsunami ferroviario a los cinco minutos de película.


Mentira latente (No man of her own). 1950. Mitchell Leisen (dir.). Barbara Stanwyck, John Lund, Jane Cowl, Phyllis Thaxter, Lyle Bettger (actores).


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