miércoles, 17 de abril de 2013

Teatro y cine


Me gustan las pelis que proceden de obras de teatro. Hay críticos que se obsesionan con la necesidad de adaptar el texto original al medio cinematográfico, y parecen cronometrar los minutos que los personajes pasan simplemente hablando, sin cambiar de escenario. Dicen que el cine es imagen y no palabra, y que el exceso de verborrea lastra una película. Aun reconociendo que hay casos de todo tipo, la monomanía con la que se diseccionan las cintas de origen teatral me hace imaginarme a estos críticos como contables que consideran imprescindible alcanzar un mínimo aceptable de localizaciones por hora, como si con ello fueran a decidir si tu nómina da para crédito o no. Para cumplir con la tasa de minutos estimada, lo directores suelen recurrir a -no es broma- “airear”, concepto consistente en -valga como ejemplo- trasladar una escena teatral que sucede en la cocina a una pradera bajo el cielo azul. En lugar de dejar que los personajes se expresen hablando acerca del conflicto sobre la maternidad y las ansias de libertad frustradas que les atormentan –es, de nuevo, un ejemplo-, el guionista presentará a la muchacha ordeñando una vaca con una mano mientras con la otra toca una guitarra, inéditas y sutiles metáforas visuales del trance en cuestión. Personalmente, lo de “airear” me recuerda a algo a caballo entre la ventosidad y la indiscreción, y, en cualquier caso, lo considero casi siempre innecesario. El origen teatral no garantiza el éxito de la adaptación, claro, pero me inclino a pensar que los guiones inspirados en textos dramáticos han dado lugar a excelentes películas en su mayor parte; al menos, a muchas de mis preferidas. Son idóneas para crear ambientes patológicos y claustrofóbicos, como en La huella (Sleuth, Mankiewicz, 1972) o Sola en la oscuridad (Wait until dark, Young, 1967); de penetración psicológica, como en Luz que agoniza (Gaslight, Cukor, 1944)  o La soga (The rope, Hitchcock, 1948); de enredo, como Historias de Filadelfia (The Philadelphia story, Cukor, 1940); por no hablar de todas las adaptaciones de Tennessee Williams (mi preferida, tal vez, De repente, el último verano, - Suddenly, last summer, Mankiewicz, 1959-), o de Shakespeare.  

La muerte de vacaciones (Death takes a holiday, Mitchell Leisen, 1934) procede de una obra de teatro y, sí, ¿qué pasa?, se nota; lejos de parecerme un defecto, lo considero un importante acierto.
 Los personajes se encuentran atrapados en una espléndida villa italiana (¿no recuerda eso un poco a El ángel exterminador? ¿O al Decamerón?) mientras la Muerte ha decidido permanecer entre ellos disfrazada de príncipe por tres días para entender el sentido de la vida. La reclusión transcurre entre desayunos-buffet en la terraza, bailes de gala a la luz de la luna (ahí tenemos el “aireamiento”) y apuestas en la ruleta; así cualquiera entiende el sentido de la vida. Sin embargo, la impresión es morbosa: nos sentimos como si los personajes hubieran sido encerrados en cuarentena y la muerte los rondara (nunca más literalmente que aquí). Ese secuestro al que se ven sometidos no podría reflejarse mejor que con la omnipresencia del espacio de la villa y sus estatuas decadentes como metáfora de la pequeñez de los seres humanos y la indiferencia del tiempo. La restricción espacial juega aquí a favor de la trama (sonríe, Aristóteles).
 
Otro punto que dota de encanto especial a la película es su sabor a cine mudo, aun siendo sonora. La carita de papos años treinta de Evelyn Venable, los movimientos lánguidos y en ocasiones teatrales, el maquillaje que enfatiza los ojos, la voz con la que no se sabe muy bien qué hacer aún. No se llega a esto, claro:

  ... pero esa sutil desubicación de la película la cubre de una pátina que parece reafirmar la extrañeza de la Muerte en el mundo de los vivos, así como la de los vivos ante las extravagancias de su invitado.

Como veis, todo me parecen aciertos… y no es el menor de ellos que el argumento se pueda relacionar con una ópera. La idea de la mujer que mediante su fidelidad eterna y pureza redime a un protagonista patibulario, o, como mínimo, siniestro, está en la base de una de mis óperas preferidas, El holandés errante  (Der fliegende Holländer, Wagner, 1843). El personaje de Venable, Grazia, y la del libreto alemán, Senta, son prácticamente idénticas: tienen un enamorado que no les hace del todo tilín al que están a punto de darle un apático cuando aparece un joven apuesto pero terrorífico (nadie es perfecto) que colma sus expectativas románticas, hasta el punto de entregarles su vida como sacrificio.
 
 
En definitiva, ambas son novias de la muerte. Aquí tenemos la versión hispánica:
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Para terminar, la habitual nota frívola. ¿No se parece la Muerte al Capitán Von Trapp? Juzguen ustedes mismos:
 

 
 
 
 
 



La muerte de vacaciones (Death takes a holiday). 1934. Mitchell Leisen (dir.). Frederic March, Evelyn Venable, Guy Standing, Katharine Alexander, Gail Patrick, Helen Westley, Kathleen Howard (actores).  

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